sábado, 12 de marzo de 2016


     Como el año pasado, el anterior y así hasta remontarse  hasta el siglo XVIII  se viene celebrando en la localidad de San Bartolomé de los pinares  una  fiesta muy singular.


     
          El fuego y el humo son los protagonistas indiscutibles de esta festividad. La efeméride todos los gélidos 16 de enero. Su nombre  las luminarias.

     La fiesta comienza unos días antes con la recogida de ramos,  piornos y jaras. 

    El mismo día siempre un 16 de enero, los lugareños   van apilando los ramos  a lo largo de la calle principal y sus aledañas, formando así,  una especie de  circuito para que los jinetes y sus monturas pasen sobre el fuego.


     Esta fiesta ancestral, está llena de rituales. El mayordomo y sus jurados son los encargado de llevarlo a cabo y se simboliza en  la vara de mando, éstas son unos estandartes en la que aparece la imagen de San Antonio Abad, más conocido como San Antón, patrón de los animales. También   es el encargado de presidir la misa y diseñar el recorrido de las Luminarias.  



     Una representación  del consistorio, el párroco y el mayordomo son   acompañados por la banda de música del pueblo con sus dulzainas al son de los tambores para  dirigirse  a la iglesia. Tras los oficios religiosos  vuelven al salón parroquial, allí se celebra “ el convite”  con  dulces,  limonada y vino de la tierra.

 Todos  bailan al ritmo de la gaita y de los tambores


     Poco después el  mayordomo es el encargado de encender la primera luminaria. Así, tras este ritual, queda formalmente inagurada  la festividad de las luminarias.


                                                                                         Jinetes atravesando el fuego 
 

       Y, comienza a arder literalmente San Bartolomé de los Pinares.


     Con el objeto de que echen el mayor humo posible las retamas, los juncos las  gayombas, y piornos, se recogen  aún con los brotes  verdes y no satisfecho con ello se rocían con agua para potenciar aún más el humo. Es  tal  la humareda que uno pierde el norte, y los ojos se vuelven llorosos.

     Pero en esta ocasión, no nos embarga ninguna emoción. Es una cuestión mucho menos prosaica, es que nos asfixiábamos.



 




















    Mientras el fuego aminora, los jinetes engalanan sus monturas. Les recogen las crines y las colas  para evitar que se quemen.


  Nada más. No hay ungüentos ni ninguna protección adicional. Pasan a pelo estos valientes y bellos animales por las brasas.

   






 
 Surgen y aparecen cual imagen divina a través de las cortinas de humos.













     Las calles se van llenando. Gente de aquí, familiares que abandonaron el pueblo por trabajo, hijos de hijos de la tierra, forasteros, curiosos, turistas, todos disfrutamos de la fiesta y del ambiente.


Todos terminamos chamuscados.









     Suena el repicar de las campanas, encabeza la comitiva una gaita, los tambores y los mayordomos.


    Detrás, un centenar de jinetes hacen sonar las herraduras  de sus caballos contra  el empedrado.









    Todas las caballerías se reúnen  delante de la casa del cura. El sacerdote desde su balcón bendice a los animales y los rocía con agua bendita.



     Y de esa forma, los caballos empiezan a atravesar los fuegos uno tras otro, para purificarse y  librarse de enfermedades.


       Es un ritual de protección.




    Tras dos horas, los jinetes vuelven a las caballerizas. El resto de los mortales sacan las viandas, las chuletas, el vino.





     Cuestión de no desaprovechar las brasas.

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